Y fue en ese momento en el que decidió que contaría historias sin palabras, que recogería los latidos de los corazones que pisasen las calles mojadas de Madrid. Decidió que con su cámara robaría el mundo, o algo mucho mejor que el mundo: sus luces. Con su cámara contaria historias que no se pudieran entender, que con solo prestarles un mínimo de atención se pudieran convertir en magia. Y lo hizo. Aprendió a llenar de magia los rincones más tristes. A bailar con los colores que el caprichoso sol tornaba en tonos dorados al atardecer. Aprendió a hacer de una vieja y usada cámara su mundo, y de su mundo un torbellino de flashes. Aprendió a volar entre miles de negativos, entre las luces rojas de su pequeño estudio. Pero nunca levantó los pies del suelo. Nunca cambió la fotografía por lo que realmente amaba más en el mundo: su viejo colchón sobre el que, la espalda desnuda de ella enmarcaba la mejor fotografía que jamás quiso tomar.