Que si la Navidad entra por la puerta,
 amablemente la invitaré a salir por la ventana.



             Verás, la cosa es que yo quería perderme por cualquier sitio conocido, o conocer cualquier otro en el que, segura estoy de ello,  mi sentido de la orientación y yo nos hubiéramos extraviado sin remedio alguno  Yo habría podido ser de luz en cualquier oscuridad, por muy grande que hubiera sido la densidad de su abrigo. Yo quería ser frío, y hubiera podido ser el otoño en cada hoja de esas que con una patada vacía apartas porque se interponen en tu camino, y también unos pies enredados en cualquier amanecer entre las sábanas de diciembre, de enero, del tiempo que bailaba entre mis dedos. Mis ganas de explotar bajo la lluvia invernal ansiaban lloverme, y habría sido capaz de diluir cada uno de mis miedos en cientos de colores en forma de acuarela.
En verdad todos los pretéritos amplificados no expresan ni una ínfima parte de todo aquello en mí que a día de hoy sigue siendo imposible de ordenar, de sentir, atrapados en nudos de lágrimas que no saldrán, porque yo no quiero que salgan, porque cada una de las preguntas que me taladra(ba)n la cabeza sé que no tienen respuesta, y el silencio estallaba en mis tímpanos cuando solo oía eso, nada, al preguntarme una y otra vez ¿por qué? ¿por qué?... ¿por qué? No voy a ser cínica intentando convencerme de que no espero una respuesta, porque sí, sí la espero. Pero cada día menos. Cada día me importa menos el pensar en que no quiero escuchar nada, que no tengo ilusión por ser de luz de nuevo. Que no tengo ilusión por nada. Y eso es lo realmente triste, que todo lo que pudo llegar a ser el estribillo de la mejor canción que nunca se haya escrito, va llegando a su final, va perdiendo poco a poco el volumen, su sonido... hasta que llegará el momento en que se extinga por completo, de ésto que no te das cuenta, pero que llegas a echarlo de menos.