Las personas deberían saber decir lo que quieren.








Hay ocasiones en las que nada es más bonito que el silencio, hay ocasiones en las que ese silencio grita tan dentro de ti que sientes la necesidad imperante de explotar por algún/cualquier poro de tu piel. El problema es que también hay días en los que esos silencios enredados en palabras no salen. No se organizan porque tienes tanto que decir que, hechas un nudo, se quedan dentro. O quizás seamos nosotros quienes las retengamos. Tal vez por miedo. Estoy convencida de que el mayor temor al que nos enfrentamos es a decir lo que sentimos en voz alta. Nos acojona rompernos. Porque sí, las palabras se las puede llevar el viento, pero también pueden cortar como un puto cristal. Y si las mantenemos dentro de nosotros... bueno, dentro quedan aunque nos engañemos a nosotros mismos porque total, si nadie sabe lo que sentimos, si no lo decimos en alto nadie sufre... ¿no?
Nada vale nada. Nadie es de verdad. Recordar es sentir. Sentir es no tener frenos, y cuando careces de ellos puedes besar más de una pared. Hasta aquí todo es corriente, pero el problema viene cuando merece la pena no tenerlos, cuando no solo serías capaz de besar esa pared una y otra vez, sino que del impulso serías capaz de atravesarla.