Andar de frente a un tren cuando el tren viene de frente.






Recorrer de norte a sur el ancho de los miedos que caben en un cuerpo de mortal. Rebosar libertad, explotar de paz. Fundirme con las luces estivales que oscurecen poco a poco las horas, y respirar. Respirar, al fin. Sentir la arena abrasando mis plantas y cómo el calor me presiona el pecho. Mirar la luna, y saber que su luz mece por igual mis ojos y aquellos otros que, con una vuelta menos en los engranajes, osan alzarlos también. Sentir que, aún sin saber cuál es el camino correcto, no viajo errante, descaminada. Mi lugar no está en ninguna parte, y eso me convierte en aire. Partículas de risa en suspensión por el Atlántico, ¡desde aquí alguien os echaba de menos! Crecer. Vivir. Morder la copiosidad de la nada. Éxtasis de algo similar a disolución de felicidad con sal, sin conocer aún el sabor que felicidad tiene. Ganas de que mis yemas planeen sobre otra piel, de que el sudor de mis cosquillas descienda por la espina dorsal de los recuerdos con los que, algún día, llegaré a manchar el lienzo del presente.