Días raros. Días en los que les hubieras dado una patada a todo ese montón de hojas y te hubieras olvidado del camino que cada día te llevaba a ese mismo lugar. Han sido días, meses. Años. Los mejores años de mi vida si hago balance. No puedo evitar que mis ojos se empañen cuando pienso en la cantidad de cosas que allí he aprendido. Si sé escribir, nadar o usar torpemente un ordenador es porque allí se me ha enseñado. Pero no solo eso... no solo sé resolver un problema matemático o redactar un texto expositivo-argumentativo, también sé pensar en los demás antes de realizar cualquier acto. Yo he crecido ahí dentro, entre esas paredes. Cada baldosa de ese colegio me ha visto saltar, tropezar, aprender a levantarme. Se quedan muchos años de mí en las juntas, en el marco de cada puerta. Estoy tremendamente orgullosa de ser lo que soy, de haberlo aprendido en cada uno de los pasillos de ese colegio. Es difícil volver la vista atrás y quedarte con algo, porque han pasado tantas cosas allí dentro que con los dedos de mis manos no me dan ni para grabar a fuego a penas un par de momentos. El tiempo ha pasado como pasan los fotogramas de una película, a una velocidad tan vertiginosa que me da vértigo asomarme a su borde para observar los momentos desde arriba, desde fuera. Fuera. Quién lo diría. Tantos años madrugando, tantos años tomando la misma autovía, las mismas calles, los mismos atascos. Y hoy le he dicho adiós a todo eso. A los recuerdos. A mi vida. Tenía ganas de que todo acabase, de salir por fin, de sentirme preuniversitaria. Y así es como me siento, feliz porque he afrontado una etapa de mi vida de una forma satisfactoria, pero esa dulzura hoy se mezcla con la melancolía, con un sabor un poco amargo al recordar mis 13 años allí. Trece. Se dice pronto. Aún recuerdo el día en el que, con mi jersecillo de pez entré en la clase donde mis todavía compañeros estaban sentados en sus sillas con la cabeza sobre los bracitos que tenían apoyados en la mesa. Era la hora de la siesta, si. Se me hará raro el no ver las mismas caras todos los días, la sonrisa de algunos por mucho sueño que tengan, los bostezos de otros, incluso las miradas de indiferencia de los menos cariñosos. Todo. Las aglomeraciones por los pasillos, las taquillas desordenadas. Si he de ser sincera tengo miedo a afrontarme a ese graaaan cambio, mucho miedo, porque han sido tantos años con la misma gente, sintiendome arropada por todos aquellos que se interesaron por conocer a ese niña medio rubia (un tanto cabrona según mis fuentes) que un día pisó ese colegio para dejar allí parte de su inocencia. Debo dar las gracias a quien quiso que yo soy saliera de él, por ponerme en el camino de todas esas personas que han pasado por mi vida, algunos sin hacer ruido, otros haciendo que no puediera atender a otra cosa que el estruendo de sus miradas al reflejarse en la mía. Peronas que un día subieron a ese tren conmigo, que fueron bajando en cada parada. Personas que hoy sin ninguna duda afirmo que no se bajarán de él, que me acompañarán en cada estación por muchas vueltas que esta noria pueda dar. Aún sigo siendo esa niña infantil que jugaba en los recreos a hacer arena fina, solo que ahora en vez de mancharme las manos de polvo, me mancho las mangas de la camisa de tinta azul. Gracias a todos aquellos que en algún momento de mi trayectoria creyeron en mi, a quienes no han dejado de hacerlo. Gracias a aquellos que en estos últimos años me han puento piedras en el camino, porque me enseñaron a valorar a quienes me las quitan. Gracias, porque aunque sé que allí tengo un huequito, una parcela que será mia y de nadie más... hoy, definitivamente....










ADIOS, CASTILLA..