Mi querida y estúpida niña:




No espero tu lectura, no espero tu respuesta, pero hoy, 120 semanas más tarde, al fin me he decido a recordarte. Llevo treinta semanas sin pensar en ti, dos años y medio, si lo prefieres en tiempo reducido. Tal vez te estarás haciendo cientos de preguntas, tal vez es lo que  yo desearía... o seguramente no, ya que nunca te haré llegar esto. 
Qué niña eras. Qué delicadeza rezumabas. Muchos días sin que me importases lo más mínimo, y aún hoy, si cierro los ojos te veo embarcando en ese avión. Cuánta ingenuidad resbalaba por tu pelo, cuantas ganas se escondían tras tus gafas de sol, y qué mal las disfrazabas de indiferencia cuando sin más remedio, tenías que mirarme. Eras cuestión de tiempo. Lo sabía, y aunque aún no lo vieras del todo claro, tú lo sabías también.
No podías disimular. No sabía disimular, y tampoco quería hacerlo. Solo bastaba con ignorarte unas horas hasta aterrizar. Yo era un chaval con las ideas de presente muy claras, y me daban igual todas las barreras que tuviera que destrozar para lograr mi propósito. Solo unas horas más, unos días más. Venecia explotaba en tus pupilas mientras te escondías. Y mientras más intentabas aparentar normalidad hacia mí, yo más me arrimaba al calor de quienes eran frío para ti. Qué bien te guardabas la rabia, niña.
Recuerdo lo malo que estaba el arroz de la cena, y la cara de asco con la que lo mirabas. Eras la típica princesita de cuento a la que hasta el movimiento rotatorio de La Tierra consigue marear. Hoy (te) recuerdo y sonrío. Princesa que repugna la comida. Princesa que necesita dormir. Princesa sin aguante externo. Me aproximé a la puerta de tu habitación para desearte ''buenas noches'', y el temblor de tus manos sumado a que a penas me mirabas me realizaron por completo: te morías por un beso. Y así hice, pero no el que tú ansiabas en silencio. Te apagué las luces y me marché. Me fui al calor de otros pasillos, aunque sabía que volvería a verte esa noche. Peleas de almohadas entre las que parecías un pájaro. Parecías dejarte llevar. Y por primera vez en el viaje te vi reír de verdad. 
Niña, tengo lagunas, pero recuerdo el sentimiento de protección que me provocabas. Eras tan frágil que por un momento me habría liado a hostias con todo aquél que te hubiera dejado estrellarte contra el suelo florentino. Podría haberme alejado y no hacerte correr ese riesgo, pero es que en verdad tampoco me planteaba pensar por nadie más que por mis pies.
Affff qué bien resbalabas, qué bien te habías preparado para mis ataques niña. Eras estúpidamente lista. Y mis ganas por que fluyeras entre mis dedos crecían proporcionalmente a lo bien que me rehuías.
Veintiuno tarde. Qué frialdad la tuya. Veintiuno noche. No sé como logré meterte en mi habitación. Apagué las luces: mi pregunta de rigor, tu respuesta inesperada. La jodida niña había madurado. La jodida niña hablaba desde la boca de alguien que lleva esperándolo mucho tiempo. Te pedí que me abrazaras, y volviste a ser niña. Estabas acojonada cuando te quité la camiseta del pijama. Qué piel tan suave. Qué sinceridad había en tus temblores... En realidad enredabas mis hilos sin mi consentimiento.
Aquel lugar iluminado por el sonido del agua y bañado por las luces te sentaba bien. Estabas realmente bonita esa noche. Me cogías de la mano mientras yo hablaba con Madrid. Y tú me seguías agarrando con fuerza, dulce niña ilusa. Por algo te llamo estúpida. No quedaba nada para derribar tu muro, aquella noche, tal vez, tu habitación, quizás
Entré en tus sábanas, y tú te sentías ''mi algo'', aunque no me lo decías. Te dejaste acariciar, y yo sabía que era la primera vez que lo hacías. Nunca nadie te había comido las tetas y me instabas a echar las cortinas. En algo tendría que ceder yo también. Qué inocentes eran tus manos. Durante un ligero pestañeo te creí enorme para mi. ''Buenos días princesa'' y demás cosas que no se sienten por la mañana. Pasaban los días y me enredabas sin yo darme cuenta, sin tú saberlo. 
Niña, te sentías una mujer paseándote en bragas y sujetador mientras yo te miraba el culo desde la cama. 
Niña, no me llores, es la última noche. Niña, no me digas que me quieres, que es la última noche. Niña, yo no creo en el amor, no me pidas que te quiera. No me pidas que no te olvide... eres mis primeras tetas de más de una 85. 
Puede que fuera algo duro contigo aquella noche, pero no podía encaramarme a tus pestañas porque en Madrid otra cama me esperaba. Te frené. Eras un tren de dulces sentimientos que yo me encargué de frenar, que yo ahogué en el Tíber. Te hice creer que lo que sentías no era sentir. Te hice creer que también te gustaba mi juego, y al volver de esos maravillosos días te confesé que te había sentido allí. Solo y únicamente allí. Lo que nos cambian un despegue y aterrizaje forzosos, eeh.
Te vi llorar, te vi romperte. Y me dio igual, porque yo te obligué a desfibrilar la amistad de ''ese algo que sentías y de lo que me jactaba por creer que a los 16 años nadie puede sentir''.

Te arranqué la dulzura, estúpida niña ilusa. Espero que aprendieras la lección.