A man hears what he wants to hear & disregards the rest.


En la ciudad del silencio, aquí, en esa ciudad donde nunca nadie escucha, un día yo decidí instalarme.
Por allí el ruido me estallaba las costillas, mi corazón vivía acelerado y las decepciones me oprimían la garganta... era imposible respirar. Allá creía aún en las palabras, en las promesas... en las personas. Allá necesitaba a los demás para intentar no sentir que mi vida no era vida. En ese otro lugar yo amé más fuerte de lo que mis cimientos me permitían... y acabé rompiéndome las rodillas. Me asqueaban el humo de los cigarros de la gente que a mi lado esperaba el autobús, la contaminación del cielo de la ciudad más bonita del mundo; me asqueaban las mañanas, las tardes y las noches en las que nadie me desgarraba la piel. Allí me sentí feliz, y por creerme merecedora de ese sentimiento, tuve que llorar hasta asfixiarme. Creí que podría cambiar el mundo, que podría conseguir no ser una más de la amalgama de insectos controlados desde la distancia. Pero no. Creí que sería capaz de volar, y volé alto, tan alto que, incapaz de controlarme, me estrellé contra la nada. Era más fácil echarle las culpas a la sociedad que mirarme en el espejo, pues bien sabía que los ojos de quien se reflejaba me inundarían de tristeza, de una tristeza descrontoladamente triste. Intentaba encontrar mi lugar en lugares equivocados, sucios, mugrientos. Me gustaba imaginar la vida de cada una de las piezas que subían y bajaban las escaleras de las estaciones de tren que solía frecuentar. Era así más fácil la evasión de la amargura que sentía. Me empujaban hacia los raíles los días de invierno, de aquel invierno, y un día decidí instalarme allí, en la ciudad del silencio, en esa ciudad donde nadie nunca escucha, donde nadie nunca duerme.
En ella dejé de sufrir, de pensar, de creer. Dejé de hacerme daño y dejaron de hacérmelo. Los espejos no existían, y las miradas tristes tampoco. Ni la locura ni la esperanza. Nada. En la ciudad del silencio no había absolutamente nada que me pudiera herir, tampoco nada que me hiciera sonreír. Creo que aquí olvidé la manera de hacerlo. En la ciudad del silencio me quemó la soledad que allá me helaba las manos. Aquí dejé de sentir... y créanme, dejé de ser humana.