No pertenezco al rebaño.






Me quema la hipocresía del mundo que me rodea, la forma tan elegante que tiene de vendernos polvo enfundado en trajes de chaqueta y corbata a los que yo no tengo acceso. Me quema la mentira, desde mi absoluto desconocimiento acerca de aquello a lo que algunos sabios llaman vida. Me repugna la flama de los mercados que tanto adoran los informativos, las deudas que pagan quienes menos culpa tienen del despilfarro, la ineptitud de quienes manejan lo que siendo nuestro, creen suyo. Pero lo que más me repugna es que yo estudio esta mierda que ahoga a quienes más quiero. ¿Tan cara es la verdad? ¿Tan peligrosa? Deflagro por intentar acercar la realidad a una sociedad cuyos ojos están vendados: ojalá mis hijos no sean abrasados por la impotencia que se siente al admirar como, en ocasiones, para que ciertos magnates naden entre litros de billetes, pequeños héroes de a pie, infaustos, aciagos, tengan que buscar sus zapatos en la basura. Quizá mi empeño sea censurado en el camino, quizá mis palabras sean destinadas al destierro, quizá el silencio llegue a ser mi grito más fuerte... quizá, quizá, quizá... ¡Qué importa eso ahora!



Viva mi rebeldía. Viva mi ignorancia, lo poco que sé sobre aquello a lo que algunos se empeñan en llamar vida. Vivan mis diecinueve años. Vivan las ganas de ver como mi padre, por una noche, duerme sin soñar.