Aquel sábado que no amaneció en mi cama.



Tres y media de la mañana. Se va el verano. Se va, y aún con arena en las manos... puedo decir que he sido feliz. 
Tres y treinta y cuatro. Aún me sabe la boca a cerveza, aún me huele el pelo a tabaco. Aún son mis ojos azules. 
Tres y treinta y siete. ¿Hacía frío? ¿Las olas se salían del cajón de sal? No consigo hacer memoria.
Tres y cuarenta y dos. Anoche lo tenía todo y ahora no tengo nada.
Tres y cuarenta y tres. Me siento como un pájaro en su jaula de recuerdos. Amplifico la sonrisa triste que provocan los tristes recuerdos de las despedidas tristes. Despedidas, simples.
Tres y cuarenta y séis. Por si no te vuelvo a ver te voy a gritar a escondidas que fui realmente grande entre aquellos tonos grises. Madrid no es tan natural. Madrid no será tan fácil.
Tres y cincuenta y cuatro de la mañana. ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Me crees?
Tres y cincuenta y nueve. Velocidad era lo que nos bailaba en las muñecas. La humedad del ambiente, el blanco de un vaso de leche. La luz del sol que se enfada porque no es bien recibida, y un reloj del que me como unas cuantas horas.
Cuatro y nueve de la mañana, el doble más dos. Unas manos subiendo una persiana para ver un despertar, despertar de insónmico olor a café. Noche insómnica, recuerdo insónmico. 
Cuatro y once de la mañana. Abrazo insómnico. Abrazos que bien podrían haber reventado más de una intuición. 

Adiós a las tardes. Adiós a las luces. Adiós al verano. Adiós a la sal. Adiós a tu sal.