Viniste disfrazada de un beso de esos que sonrojan
las mejillas de quienes, sin haberse aún besado, se saben recordados por el
sabor de la sangre de la milgrana. Y decidí quedarme a ver cómo te vestías de luz
cada mañana, una a una, en cada una de las camas en las que día a día te
desgarrabas las telas que disfrazaban cada forma que adoptaba tu
cuerpo de niña.
Las piernas más largas, la garganta más
profunda. Blanca cada cueva que daba al mar de tu mirada de montaña, cáñamo
verde, verde tu sativa. El olor de tus rincones siempre tuvo ciertos efectos
psicotrópicos en mi frágil voluntad, y por ello estás prohibida. Deberían
ilegalizarte por guapa.
Enorgulléceme, más si puedes, con la vida de cada
plaza de esas que te plagan la piel. Y de pronto, la guitarra. Llora, niña, que
no tengo intención de parar hasta que abra el metro. Y de pronto, ríes. Ríes con
la fuerza de los mil niños que te caben en el sujetador, ríes como nunca nadie
lo ha hecho en este, el paseo de la gente sin sonrisa.
Y bailas, triunfal, al alba, en cada piedra
de esta carretera que sube hasta las comisuras de la boca que hoy muerdo. Y te
llueve el rocío de las mañanas del primer otoño, y te llueves, y me llueves, y
los dos nos mojamos mientras el calendario avanza en un sinsentido que solo tú pareces
obviar. Y se me calientan las manos y la lengua se me empaña con la rubia de
esta jarra. Y no paras, no. No pares nunca. No apagues este brillo. No consumas el incienso de las farolas que me guían hasta el reflejo del sonido transparente de este parque, al que llaman "del Triunfo".
Viniste para hacer que me quedase entre tus
vientos y tus hielos, entre las nieves de tu invierno. Y ya ves, aquí me tienes,
prendado de tu sol, colgado de tu luz, del rojo del sabor de tu sangre. Ni tres
atardeceres me hicieron falta para saber que aquí mis botas rotas, que aquí mis
raíces, y que aquí las tuyas. Que el asfalto me sobra si es el agua de tu
ombligo quien me besa los tobillos.
Abre tus manos, déjame contemplar una vez más
tu desnudez, esta vez sin taparte los ojos. Voy a recorrerte, voy a dibujarte
la costa con mis dedos. Y en este palacio imperial, en este, lugar donde
descansan las fieras, algún día te confesaré que hay tantas canciones que nos
llevan al dolor que aumentan por momentos las ganas de nacer en ti, pero al
revés. De oscurecer con tu oscuridad, que aquí fuera se va haciendo de noche
con la senectud de la vida. Más atardeceres de los que me caben en la memoria y no
me canso de mirarte. Por un beso me quedé, y hoy no me canso de besarte; que yo
no quiero querer a otra que no seas tú, Granada.